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  • Foto del escritorLuz Adriana Lozada

ENCONTRARSE CON JESÚS A TRAVÉS DE LA ENFERMEDAD

Por Luz Adriana Lozada

Vicaría Desarrollo Humano Integral


A ratos necesitamos que nos muevan el piso, salir del confort, abrir la burbuja de la seguridad para ver, sentir y vivir la presencia de Dios en nosotros, gozar de sus maravillas y ser testigos de su sanación.

Cuando estamos sanos, cuando “no duele ni el pelo”, nos sentimos muy fuertes, vamos por la vida super felices – ¡hay que estarlo! - puesto que sentirse bien es maravilloso, pero dentro de esa felicidad no le damos lugar a Dios, o no reconocemos que Él está allí, vivimos frescas y dejamos la vida espiritual a un lado.

Sucede entonces que nos llega una enfermedad bastante dura, como el cáncer, inmediatamente pensamos en la muerte, nos derrumbamos, se nos oscurece el panorama, en medio del asombro, del dolor y la incertidumbre no vemos una salida a nuestra desesperación, comienza entonces el camino de la desesperanza.

En medio de este sufrimiento renace en lo más profundo de nuestro ser, la necesidad de Dios. Emerge dentro de nosotros las ganas de acudir a Cristo cuando nos resulta más costoso el peso de la vida, porque, en definitiva, Él es quien nos auxilia, nos fortalece, nos llena de vida. Basta con pedírselo de manera sincera y con mucha fe. Necesitamos bajar el ego, desnudar nuestra fragilidad, arrodillarnos y decirle con total humildad, como lo dijo aquel leproso: “si quieres, puedes limpiarme” y Jesús nos responderá sin dudarlo: “Sí quiero, ¡Queda sano!

Lo más cierto que hay en este mundo es que Jesús nunca nos abandona, basta que lo busquemos, Él está allí con nosotros, sabe de lo que padecemos. Una de las formas en las que nos damos cuenta que Él está de nuestro lado en la enfermedad, es cuando en medio del dolor, la debilidad empezamos a confiar más, a buscar el refugio divino, a pedir fuerzas, a ser humildes, a llenarnos de fortaleza y de esperanza en la sanación, dejamos a un lado la vida superflua que nos muestra el mundo, para fijar nuestra atención en lo que vale la pena: el amor y el gusto por respirar, abrir los ojos y maravillarnos con lo que Dios nos regaló.

Una vez que experimentamos su presencia en nuestro corazón, no apartamos nuestra mirada hacia Él, sentimos que no solo va sanando nuestro cuerpo, sino también nuestro espíritu, porque éste se va llenando de un gozo indescriptible, diferente a cualquier otra alegría y es allí donde escuchamos más clara la voz del Señor, que nos dice como a Pablo: “Te basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad”. (2Cor. 12,9)

Ahora bien, quien sí abandona a los más frágiles, es el hombre. Al inicio de la enfermedad, los amigos, la familia, los vecinos, están allí, pues les toca las fibras, la consternación, la novedad o tal vez la curiosidad, los motiva la compasión y la misericordia, pero al pasar el tiempo, el enfermo o la enferma va pesando y a medida que pasa el tiempo muchas familias se van rifando el turno de quien se queda a cuidarlo. El Papa Francisco lo expresa muy claramente en su Mensaje para la Jornada Mundial de los Enfermos de este año, pues en este mundo “no hay lugar para la fragilidad. Puede suceder, entonces, que los demás nos abandonen, o que nos parezca que debemos abandonarlos, para no ser una carga para ellos. Así comienza la soledad.”

Para esta Jornada, el Papa recalca la necesidad de vivir de nuevo la fraternidad, para ello retoma tanto su encíclica Fratelli Tutti, invitando a releerla como también a reflexionar la parábola del Buen Samaritano. En dicha parábola “la persona golpeada y despojada es abandonada al borde del camino, esto representa la condición en la que se deja a muchos de nuestros hermanos y hermanas cuando más necesitados están de ayuda”.

El Papa Francisco insiste en que “todos somos frágiles y vulnerables; todos necesitamos esa atención compasiva, que sabe detenerse, acercarse, curar y levantar. La situación de los enfermos es, por tanto, una llamada que interrumpe la indiferencia y frena el paso de quienes avanzan como si no tuvieran hermanas y hermanos”.

Pensemos que, si quienes vivimos una enfermedad, nos reencontramos con Jesús, así mismo, quienes acompañan a los enfermos, las familias, amigos, personas de salud e Iglesia también experimentarán su gracia y verán las maravillas del Señor, sus milagros y su amor por todos nosotros, especialmente por quienes sufres.

María Fontaine en su libro “De Jesús, con cariño” dice unas palabras que en medio de mi convalecencia han sido un bálsamo ante la enfermedad: “no temas tu debilidad, pues he oído tus oraciones, he visto tus lágrimas y yo te respondo. Estoy aquí mismo, a tu lado, para consolarte con el mismo consuelo que me participó mi Padre”.

A lo largo de la enfermedad, aprendí que el poder de Cristo basta para sostenernos. Cada dificultad, cada dolor, cada enfermedad tiene un propósito, más no es un castigo. Aprendí a mantener mi vista hacia el cielo para aclamar a Él, apoyarme en Él, porque justamente comprendí que en mi debilidad yace la mayor de todas las fuerzas, ¡Dios con nosotros!

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